El nihilismo afecta a los modos en que los intelectuales interpretan la realidad y buscan dotarla de sentido y orden, esto es, a los diversos regímenes de creencias, ideas y normas. Pero la experiencia del nihilismo también tiene parte de suceso personal e individual. Supone una interrogación sobre qué significa vivir, trabajar y pensar en tiempos de desencanto; en definitiva, una incógnita a despejar acerca del valor de la propia experiencia vital frente a la desazón, la miseria o el vacío. Así entendido, el nihilismo se esconde detrás del hastío vital, de la carencia de altos fines, del desengaño ante los comportamientos sociales, de la angustia por la falta o el sobrepeso de autoridad y orden, del impulso dogmático e irracional y constituye, tanto como un suceso de época, una experiencia personal. Por eso no es extraño que una ojeada a trayectorias individuales, en este caso de escritores o filósofos, a la forma en que su vida se mezcla indisolublemente con su escritura descubra súbitas conversiones religiosas, alta tasa de suicidios, existencias atormentadas o rearmes ideológicos radicales. Bajo el nihilismo, tanto la nada y el caos, como la máxima ordenación y jerarquía, pueden llegar a imperar en el ámbito de las ideas; en cualquier caso, toma cuerpo la vivencia de una profunda crisis espiritual. En los discursos filosóficos y literarios, así como en las distintas manifestaciones artísticas, se mostraría esa ansiedad por encontrar referentes y destruirlos para empezar de nuevo, tanto como la imposibilidad de asentar una cosmovisión unificadora y tranquilizadora. Los textos, los cuadros, las películas, las composiciones musicales o los videojuegos dicen el nihilismo, pero también lo hacen con su radicalidad, con su voluntad de comenzar de cero, con su angustia referencial, con su reconocimiento de posibilidades, con su afán perspectivista y también con su extralimitación.