Tres amigos del barrio se encuentran después de años en la esquina pencopolitana. Uno trae su cámara de video, otro su caja de vino, el tercero su pistola. Podrían pasarse la tarde escuchando la radio a todo volumen, discutir las antiguas glorias del Deportes Lozapenco, insultar a los vecinos que vigilan, largarse a conocer más gente a la ciudad universitaria, quedarse viendo los camiones que se llevan la madera de los alrededores o buscar la noche a la salida de algún flamante pub de Concepción. En vez de eso deciden actuar como antes: dinamitan la torre de electricidad, balean el frontis de la comisaría, se encapuchan para asaltar un banco y esconden sus cuadernos en la remota cabaña del bosque donde quedó el arsenal clandestino del Frente. En Niños extremistas, primera novela de Gonzalo Ortiz Peña, el país se define desde una de sus ciudades industriales, la ciudad se juega en una calle y la calle es una sola esquina: ahí donde la democracia sigue siendo dictadura, donde el relato se vuelve poesía del vino cuando no es acción violenta, y donde los personajes acabarán irremediablemente masacrados, desaparecidos, ocultos para que un muchacho más empiece nuevamente su narración de aprendizaje.