Empecé a escribir este texto en un Taller del Anonimato que ideó la poeta Lila Zemborain en el semestre de primavera del 2012 en la Universidad de Nueva York, donde los integrantes entregábamos nuestros poemas sin firmarlos y luego los discutíamos sin saber de quién eran, lo que en teoría iba a permitir que pudiéramos observarlos solamente como palabras en una página y no como el trabajo de un autor determinado. Para mí lo más terrorífico de esa suspensión temporal de la autoría no fue preguntarme sobre qué tema escribir ni con qué tono hacerlo sino que una especie de horror vacui a los límites espaciales que proponía esa posibilidad. En ese vacío no había un yo anclado ni menos un fondo, no había un formato, ni un rumbo ni nada. Así que me aboqué a construirle bordes al proyecto y dibujé un primer margen frente a mí y luego un punto distante donde ubiqué a mi hermana Carmen que por esa época vivía en Londres: esa zona imprecisa ahora contenida entre dos bordes se transformó inmediatamente en el campo de acción de lo que trabajaría en el taller. Y el primer formato que surgió como vínculo entre dos puntos distantes fue el de la carta. Así ya tenía un emisor, un receptor y un medio. Pero sobre todo, el vacío ya no quedaba suspendido sino que ubicado al centro de un triángulo.