Como si hubiese estado condenado por una maldición desconocida, Vasili Fivieiski había cargado desde su juventud con el peso de la aflicción, las enfermedades y el dolor; sin embargo, era un hombre de alma bondadosa, paciente y sumiso, como su padre. Y como él, se ordenó sacerdote; se casó con una bella mujer con la que tuvo dos hijos y vivieron siete años de tranquilo bienestar, que hicieron creer a Fivieiski que los tormentos de su existencia se habían disipado. Sin embargo, la aflicción y el tormento seguían allí, agazapados, los llevaba adheridos a él como una traslúcida sombra que en los momentos menos esperados sacudía el látigo que lo golpeaba sin piedad y le exigía incansables sacrificios. La muerte accidental de su hijo desencadenará una tras otra las desgracias. Desquiciado, con orgullosa humildad, interpela a Dios, en quien había creído, por quien había amado y compadecido a la gente, por quien había renunciado a toda libertad, haciendo el camino junto a los desgraciados de su pueblo. Ellos no necesitaban el paraíso: sus hijos, sus familias, los necesitaban aquí. Pero Dios los había abandonado.
De un modo absolutamente conmovedor, la escritura de Andréiev asume como motivación central la reflexión sobre el alma humana frente a las vicisitudes de la existencia. Los demás relatos que acompañan este texto no se apartan de dicha preocupación: siempre en un tono de búsqueda afanosa e inquietante, con perspicacia penetra en los intersticios más recónditos de nuestra psicología, preguntándose por el sentido de la vida, la muerte, el deseo, la libertad.