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Grano De Sal

Liberar El Aprendizaje

$19.000
9786079861117
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Desde la primaria hasta la preparatoria fui un alumno de diez. Gracias a becas por mi buen desempeño, tuve el privilegio de asistir a una escuela de muy alta reputación en la Ciudad de México. Cada mes llevaba a casa, con orgullo, un cuadro de honor por el mejor nivel de aprovechamiento en mi grupo. Representé a mi escuela en múltiples competencias académicas. En las ceremonias escolares, con frecuencia cargaba la ... Ver más Ocultar Desde la primaria hasta la preparatoria fui un alumno de diez. Gracias a becas por mi buen desempeño, tuve el privilegio de asistir a una escuela de muy alta reputación en la Ciudad de México. Cada mes llevaba a casa, con orgullo, un cuadro de honor por el mejor nivel de aprovechamiento en mi grupo. Representé a mi escuela en múltiples competencias académicas. En las ceremonias escolares, con frecuencia cargaba la bandera nacional en la escolta de mi generación, lo que era considerado uno de los mayores honores para un estudiante. Según mis maestras, yo era un estudiante ideal, un ejemplo a seguir para mis compañeros de grupo. Y sin embargo, salí de la preparatoria sin saber verdaderamente leer y escribir. Podía desde luego pronunciar con claridad las palabras escritas en un texto y terminar libros completos. Podía recitar secciones enteras de los libros de texto y vaciarlas en los exámenes. Pero no habría sido capaz de explicar el argumento central de una historia que acabara de leer. No habría sabido qué decir si me hubieran preguntado sobre las estrategias del autor para establecer o defender su perspectiva, mucho menos articular mi opinión personal sobre sus ideas. Sabía cómo juntar palabras y frases con ortografía perfecta, gramática impecable y bonita letra. Pero hubiera sido incapaz de acceder a mi propia voz y expresarla por escrito. Tomé clases diarias de japonés durante 12 años consecutivos, con excelentes calificaciones. No obstante, hasta la fecha no soy capaz de mantener una conversación decente con un hablante de este idioma por más de 20 segundos. Quizá más trágicamente, me gradué de la preparatoria con las mejores calificaciones y sin tener idea de cómo aprender por mi cuenta. ¿Cómo es que tuve éxito en la escuela? Tenía muy buena memoria de corto plazo. Podía memorizar pasajes enteros de los libros de texto el día antes de un examen y escribir en él versiones 10 ? liberar el aprendizaje prácticamente textuales. Me especialicé en entender y satisfacer las expectativas de mis maestros. Me volví especialmente bueno en identificar qué había que hacer para obtener la mejor calificación posible y en hacerlo. Con frecuencia me pregunto cómo toleré hacer esto a lo largo de toda mi niñez y adolescencia. Quizá tuvo que ver el que la muerte de mi padre, cuando yo tenía cuatro años y mi hermana menor dos, me llevara a sentir la responsabilidad de ayudar a mi madre, quien siempre enfatizó la importancia de salir bien en la escuela. En mi mundo de niño, salir bien en la escuela era mi trabajo más importante; hacerlo mantendría contenta a mi mamá y pondría una preocupación menos sobre sus hombros. En parte también pudo deberse al sentido de satisfacción que produce la aprobación de los adultos y la admiración de varios de mis compañeros de clase. A final de cuentas, hay algo reconfortante en sentirse apreciado o admirado por otros. Al llegar a la adolescencia, algo de mi éxito perdió un poco de sentido. Seguí obteniendo las mejores calificaciones en mi grupo, pero comencé a rebelarme. Empecé a burlarme de algunos de mis profesores cuando cometían errores o cuando nos pedían realizar tareas engorrosas. Cuando sabía que hacerlo no afectaría mis calificaciones, ofrecía respuestas absurdas o bromas bobas a preguntas de mis maestras y maestros. Invertí largos periodos de mis horas de clase a dibujar y hacer garabatos para ausentarme mentalmente de explicaciones largas y monótonas. Comencé a hacer trampa en los exámenes —aprendí, por ejemplo, a tomar notas detalladas en micas transparentes, lo que las hacía invisibles al colocarlas sobre mi pupitre de tonos oscuros, pero me permitía leerlas al colocarlas sobre una hoja de papel—. Básicamente aprendí a entender cómo obtener las mejores calificaciones con el menor esfuerzo posible, utilizando el resto de mi energía en buscar y hacer todo aquello que las reglas de la escuela no prohibían. En poco tiempo me gané una reputación como alumno rebelde y problemático, pero mis buenas calificaciones me protegían de ser expulsado. Recuerdo vívidamente dos experiencias amargas que terminaron por sellar mi desencanto con la escuela. En mi último año de secundaria —el noveno grado de escolaridad obligatoria en México—, la directora de la preparatoria a la que entraría me vio en la oficina de la escuela. Señalándome con el dedo y dirigiéndose en por qué escribí este libro ? 11 voz alta a todos los adultos presentes, dijo: Prefiero tener estudiantes con calificaciones regulares y buena disciplina que a uno como éste. Ese mensaje me hizo entender que el propósito central de la escuela era disciplinarnos y que las calificaciones que me había esforzado tanto en obtener resultaban algo secundario respecto de ese propósito central. Un par de años después, ya en la preparatoria, mi maestra de ética humilló frente al grupo entero a una compañera, que no pudo contener el llanto. Me puse de pie y confronté a la maestra, refiriéndome a ella como un mal ejemplo del comportamiento ético que supuestamente quería enseñarnos. Fui expulsado de la clase por el resto del año. Al día siguiente, la directora —la misma que me había señalado públicamente en mi último año de la secundaria— entró en nuestro salón, me pidió que saliera de ahí y, en mi ausencia, advirtió a mis compañeros de grupo que debían alejarse de mí, que era una mala influencia (un par de amigos me dijeron esto tiempo después). Pude mantener una que otra conexión con aquellos pocos amigos y amigas lo suficientemente audaces como para contradecir las instrucciones de la directora. Pero el resultado general fue que quedé aislado de la mayoría de mis compañeros. Esa experiencia en la escuela me ofreció dos lecciones principales. La primera fue la simulación. Salir bien en la escuela consistía en hacer como que estaba aprendiendo, simplemente completando lo necesario para obtener buenas calificaciones. Pero el valor de las buenas calificaciones, algo que había aprendido a conseguir, carecía de valor duradero alguno. La segunda lección fue la injusticia. Estaba claro para mí que en la escuela la obediencia, la pasividad y la sumisión estaban por encima de cualquier otra cosa. Mi graduación de la preparatoria fue un anticlímax: en lugar de esperanza por el futuro, mi sentimiento dominante era de alivio por saber que el martirio de la escuela había terminado. Entré a la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) para estudiar la carrera de matemático. Haciendo uso de tácticas similares a las que aprendí en la escuela, pasé mis primeros cursos con calificaciones más que decentes. Cuando estaba a mitad de la licenciatura, comenzó una huelga en la universidad. Estudiantes, profesores y trabajadores se organizaban para rechazar una nueva propuesta de ley que impondría cuotas de inscripción a los es- 12 ? liberar el aprendizaje tudiantes universitarios —históricamente la unam ha sido gratuita—. Al terminar la preparatoria, me había involucrado en la organización comunitaria y el activismo político, sumándome a campañas de alfabetización y derechos humanos en comunidades indígenas, participando en actividades para apoyar al movimiento zapatista, registrando voluntarios para participar como observadores ciudadanos en las primeras elecciones al gobierno de la Ciudad de México. Decidí sumarme a la huelga. Una serie de eventos llevó al sector más ortodoxo e intolerante del movimiento a tomar el control de los mecanismos de toma de decisiones, lo que resultó en la expulsión de varios estudiantes —incluido yo— de la huelga Desde la primaria hasta la preparatoria fui un alumno de diez. Gracias a becas por mi buen desempeño, tuve el privilegio de asistir a una escuela de muy alta reputación en la Ciudad de México. Cada mes llevaba a casa, con orgullo, un cuadro de honor por el mejor nivel de aprovechamiento en mi grupo. Representé a mi escuela en múltiples competencias académicas. En las ceremonias escolares, con frecuencia cargaba la bandera nacional en la escolta de mi generación, lo que era considerado uno de los mayores honores para un estudiante. Según mis maestras, yo era un estudiante ideal, un ejemplo a seguir para mis compañeros de grupo. Y sin embargo, salí de la preparatoria sin saber verdaderamente leer y escribir. Podía desde luego pronunciar con claridad las palabras escritas en un texto y terminar libros completos. Podía recitar secciones enteras de los libros de texto y vaciarlas en los exámenes. Pero no habría sido capaz de explicar el argumento central de una historia que acabara de leer. No habría sabido qué decir si me hubieran preguntado sobre las estrategias del autor para establecer o defender su perspectiva, mucho menos articular mi opinión personal sobre sus ideas. Sabía cómo juntar palabras y frases con ortografía perfecta, gramática impecable y bonita letra. Pero hubiera sido incapaz de acceder a mi propia voz y expresarla por escrito. Tomé clases diarias de japonés durante 12 años consecutivos, con excelentes calificaciones. No obstante, hasta la fecha no soy capaz de mantener una conversación decente con un hablante de este idioma por más de 20 segundos. Quizá más trágicamente, me gradué de la preparatoria con las mejores calificaciones y sin tener idea de cómo aprender por mi cuenta. ¿Cómo es que tuve éxito en la escuela? Tenía muy buena memoria de corto plazo. Podía memorizar pasajes enteros de los libros de texto el día antes de un examen y escribir en él versiones 10 ? liberar el aprendizaje prácticamente textuales. Me especialicé en entender y satisfacer las expectativas de mis maestros. Me volví especialmente bueno en identificar qué había que hacer para obtener la mejor calificación posible y en hacerlo. Con frecuencia me pregunto cómo toleré hacer esto a lo largo de toda mi niñez y adolescencia. Quizá tuvo que ver el que la muerte de mi padre, cuando yo tenía cuatro años y mi hermana menor dos, me llevara a sentir la responsabilidad de ayudar a mi madre, quien siempre enfatizó la importancia de salir bien en la escuela. En mi mundo de niño, salir bien en la escuela era mi trabajo más importante; hacerlo mantendría contenta a mi mamá y pondría una preocupación menos sobre sus hombros. En parte también pudo deberse al sentido de satisfacción que produce la aprobación de los adultos y la admiración de varios de mis compañeros de clase. A final de cuentas, hay algo reconfortante en sentirse apreciado o admirado por otros. Al llegar a la adolescencia, algo de mi éxito perdió un poco de sentido. Seguí obteniendo las mejores calificaciones en mi grupo, pero comencé a rebelarme. Empecé a burlarme de algunos de mis profesores cuando cometían errores o cuando nos pedían realizar tareas engorrosas. Cuando sabía que hacerlo no afectaría mis calificaciones, ofrecía respuestas absurdas o bromas bobas a preguntas de mis maestras y maestros. Invertí largos periodos de mis horas de clase a dibujar y hacer garabatos para ausentarme mentalmente de explicaciones largas y monótonas. Comencé a hacer trampa en los exámenes —aprendí, por ejemplo, a tomar notas detalladas en micas transparentes, lo que las hacía invisibles al colocarlas sobre mi pupitre de tonos oscuros, pero me permitía leerlas al colocarlas sobre una hoja de papel—. Básicamente aprendí a entender cómo obtener las mejores calificaciones con el menor esfuerzo posible, utilizando el resto de mi energía en buscar y hacer todo aquello que las reglas de la escuela no prohibían. En poco tiempo me gané una reputación como alumno rebelde y problemático, pero mis buenas calificaciones me protegían de ser expulsado. Recuerdo vívidamente dos experiencias amargas que terminaron por sellar mi desencanto con la escuela. En mi último año de secundaria —el noveno grado de escolaridad obligatoria en México—, la directora de la preparatoria a la que entraría me vio en la oficina de la escuela. Señalándome con el dedo y dirigiéndose en por qué escribí este libro ? 11 voz alta a todos los adultos presentes, dijo: Prefiero tener estudiantes con calificaciones regulares y buena disciplina que a uno como éste. Ese mensaje me hizo entender que el propósito central de la escuela era disciplinarnos y que las calificaciones que me había esforzado tanto en obtener resultaban algo secundario respecto de ese propósito central. Un par de años después, ya en la preparatoria, mi maestra de ética humilló frente al grupo entero a una compañera, que no pudo contener el llanto. Me puse de pie y confronté a la maestra, refiriéndome a ella como un mal ejemplo del comportamiento ético que supuestamente quería enseñarnos. Fui expulsado de la clase por el resto del año. Al día siguiente, la directora —la misma que me había señalado públicamente en mi último año de la secundaria— entró en nuestro salón, me pidió que saliera de ahí y, en mi ausencia, advirtió a mis compañeros de grupo que debían alejarse de mí, que era una mala influencia (un par de amigos me dijeron esto tiempo después). Pude mantener una que otra conexión con aquellos pocos amigos y amigas lo suficientemente audaces como para contradecir las instrucciones de la directora. Pero el resultado general fue que quedé aislado de la mayoría de mis compañeros. Esa experiencia en la escuela me ofreció dos lecciones principales. La primera fue la simulación. Salir bien en la escuela consistía en hacer como que estaba aprendiendo, simplemente completando lo necesario para obtener buenas calificaciones. Pero el valor de las buenas calificaciones, algo que había aprendido a conseguir, carecía de valor duradero alguno. La segunda lección fue la injusticia. Estaba claro para mí que en la escuela la obediencia, la pasividad y la sumisión estaban por encima de cualquier otra cosa. Mi graduación de la preparatoria fue un anticlímax: en lugar de esperanza por el futuro, mi sentimiento dominante era de alivio por saber que el martirio de la escuela había terminado. Entré a la Universidad Nacional Autónoma de México (unam) para estudiar la carrera de matemático. Haciendo uso de tácticas similares a las que aprendí en la escuela, pasé mis primeros cursos con calificaciones más que decentes. Cuando estaba a mitad de la licenciatura, comenzó una huelga en la universidad. Estudiantes, profesores y trabajadores se organizaban para rechazar una nueva propuesta de ley que impondría cuotas de inscripción a los es- 12 ? liberar el aprendizaje tudiantes universitarios —históricamente la unam ha sido gratuita—. Al terminar la preparatoria, me había involucrado en la organización comunitaria y el activismo político, sumándome a campañas de alfabetización y derechos humanos en comunidades indígenas, participando en actividades para apoyar al movimiento zapatista, registrando voluntarios para participar como observadores ciudadanos en las primeras elecciones al gobierno de la Ciudad de México. Decidí sumarme a la huelga. Una serie de eventos llevó al sector más ortodoxo e intolerante del movimiento a tomar el control de los mecanismos de toma de decisiones, lo que resultó en la expulsión de varios estudiantes —incluido yo— de la huelga

Santiago Rincon Gallardo

Grano De Sal

204 Paginas

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